AZUL – AMBIGUO
La exposición de Arnaldo Roche en el MAC
Hace muchos años atrás, alrrededor de mis veinte años, solía visitar a una chica de nombre Lolita. No sé y tampoco me preocupé en averiguar si este era su verdadero nombre. La cosa es que la muchacha poseía uno de los cuerpos más bellos que he visto en mi vida y una inteligencia que a veces me hacía preguntar del porqué esta divinidad de mujer trabajaba en tal oficio. Pues además de poseer una perspicacia y una sensibilidad peculiar, tenía también una vulva mágica, como corona de estéfanos condecorada por los dioses. En otro mundo, en otras épocas y latitudes debía haber sido una doncella de alta alcurnia o una dama a caballo pintada por Campeche. Pero el destino le jugó su broma fatal.
Comienzo esta crítica o ensayo de marras con este juvenil recuerdo porque al visitar esta exposición, “Azul”, de Arnaldo Roche, en el Museo de Arte Contemporáneo, de alguna manera me acordé de Lolita y todavía me estoy preguntando del porqué. Abajo, en el primer piso, la obra data de los años ochenta, los años de los famosos autorretratos en diferentes colorines donde el artista se presenta a sí mismo con hojas de yagrumo en la testa y ojos azules. Eran texturas incipientes a lo Francis Bacon y reminicensias de Ansel Kiefer muy bien ejecutadas y que, de paso, dieron al traste en el mundo artístico de aquel entonces porque fueron proclamadas como emblemas del artista y la época. En estos cuadros se asomaba la geneología del pintor y nos ofrecían álitos sobre nuestra amalgama, tanto racial como política, pero sólo, (al menos, para mí), exponiendo nuestra interrogante diatriba sin fin, como debía ser propio en aquel entonces. Es decir, el artista era real, auténtico.
Más adelante, en las salas contínuas encontramos obras que se identifican en los años ochenta tardíos y algunas otras de los noventa. En estos rectangulares cuadros, de proporciones horizontales y de considerable tamaño, el pintor nos presenta una serie de bodegones en primer plano y con vistas panorámicas al área del Condado. Estas piezas marcan ‘la joya de la corona’, pues fueron logradas con una exquicites de juicio y balance, englobadas en el más rico ‘Barroco Brut’ que se pueda lograr y donde el pintor jugaba con la técnica de manera resoluta, directa y franca y donde la pincelada es realzada por su ya patentizada fórmula del ‘frottage’. Los tonos oscuros, marrones y grises, le daban esa tristeza antillana que desborda nuestro inconsciente colectivo en una grato y sensual lirísmo Kitsch de magna condecendencia y entendimiento. Aquí, el pintor recreaba todos los artefactos y estilemas que cargan nuestras cultura caribeñas de pueblo juvenil y bullanguero, pero a la misma vez, retorcidamente bello y rítmico. Estas pinturas jugaban y juegan con nuestros placeres, a la vez nos remiten dulces flechazos al corazón, donde cualquier caribeño bien educado y correspondiente de cada isla hispana, puede entenderlas y gozarlas.
Hasta aquí Arnaldo es una delicia y podemos muy bien entender que no ha sido por mera casualidad que nuestro artista ha logrado calzar el tope del sacrosanto monte de la fama y la gloria. ¡Loas al creador! Aquí me quito el sombrero y me doblo a lo más allá que mi silla de ruedas (y mis lastimados huesos) puedan permitirme. ¡Pero entonces…! Llegamos a las salas del segundo piso y aquí encontramos lo ‘azul’ de esta exposición y su razón al título. Los trabajos son hechos en papel enyesado. Encontramos ecos de las técnicas ya empleadas en el pasado, pero hold it! ¡Aquí hay algo que parece dejarnos lelos! El ímpetu con que el viento asota mis montañas en lontananza, el ácro y salado oleaje de mi mar, el brochazo audaz que matiza mis corales y lo escarpado de mis rocas abiertas, el arabesco de mis linderos campeadores, el brío del Josco embravecido y listo a desmadrarse antes de claudicar, el viejo sol que explota en mil matices cada vez que se asoma o se esconde, el sagrado espacio que delínea mi corazón y lo pone a quebrarse a medida que observa ese inmaculado, pero nervioso horizonte, el vuelo del guaraguao flotando por debajo de mis nubes, ¡todo esto señores, todo esto nos pertenece… y aquí no hay nada, aquí no están! ¡Se diría que las malditas corporaciones privatizadoras nos han robado la luz de la mente! ¡Se diría que nos hemos ya rendido en medio del azar! ¡Se diría que cada puertorriqueño ha renunciado a su propia alma y se ha entregado a ser vejado, anulado, violado y desvirgado en el mosntruoso fuego de los cántaros metálicos de la Gulf! Se diría que hemos ya muerto como nación y no nos hemos dado cuenta que sólo somos zombis deambulando en el maléfico entramado de una burda y rancia elite de enrriquecidos mafiosos de pacotilla y en un sistema que se niega a funcionar. ¡Pero me niego a morir!
Albizu Campos decía que no creía en la muerte, pero aquí: ¿dónde carajos están los cojones? Elocuentes aureolas planas de santos medievales en lugar de coronas de héroes en carne y huesos, figuras al desnudo que ponen en manifiesto estándares cristianos, pero a la vez atestados de pipíces muertos y glúteos fofos, posiciones en sesentaynueves asfixiantes, felasios soslayados y cunilínguses bobolones como para quedar bien con los conservadores tanto como con los opuestos (es decir, vendibles), costillales desenfrenados y primitivismos inconsencuentes, extremidades mal logradas en el dibujo y enmascaradas en un expresionismo de embuste, anos apretados y punteagudas lenguas a la vez que citas destempladas sobre la locura, la fiebre, Dios y la falta de amor infantil. Y otra endécima vez, el viejo Gauguin y el viejo van Gogh citados como arquetipos de vacas sagradas ya espantadas por los siglos. Yo pensaba que Dios era antigay, pero al ver las inmensas cabezas del águila imperial, en azul marino imperial, rapaz azul y enloquecido azul, entendí que quizás Dios, muy bien podía ser gay. Composiciones vacías y repetitivas. Falsas reproducciones técnicas de sí mismo y espacios negativos que no guardaban sentido con los elementos en derredor. En realidad una desdicha que me causó una instantánea depresión e hizo que el artista perdiera allí mismo, en medio de la espaciosa y desolada sala, un admirador. Pero ya venía yo viendo ésto desde el último Circa, donde Roche presentó unas pinturitas falsas, que parecían hechas por la mano de un mediocre copiador o un retardado mental.
En el camino hacia Yagüecas del Sur, iba yo pasando por el pueblo de las Colinas de la Coca, cuando avisté un ruiseñor que surcaba el aire como una bala a media altura con la mala suerte que se metió de cabezas dentro del automóvil que tenía yo al frente en el carril del lado. De repente un sinúmero de plumas salieron desde el abierto cristal por donde el ave entró y al yo pasarle me percaté de que el pobre animal estaba pegado al cristal trasero con el cuello enterrado en su pecho y aleteando a la deriba. Midió mal su vuelo, pensé. Le hice señas al conductor. Miré por el retrovisor y observé el rostro de éste muriéndose de la risa por la desgracia del pajarito. Mis lágrimas se desvanecían con el soplo del viento que entraba por mi ventana. No hay clemencia, no hay amor. Somos un pueblo de desgraciados sin remedio. Pensé que si existía la esperanza, tal cosa no era para nosotros. Entonces fue cuando volvió a mi mente la bella imágen de Lolita, joven y fogosa, que treinta años después, vieja y cansada, se había retirado de su oficio de puta profecional para vender viandas en la Plaza de Santurce.
¡Qué pena! Salí del MAC desilucionado. Pero al menos, Lolita entendió cuándo debía parar de pintar.
Por Thurdmon Capote 2009